miércoles, 3 de julio de 2019

CAPITULO 58 (TERCERA HISTORIA)




Mientras el sol se ponía tras las colinas del oeste, ellos caminaban por una playa de piedras situada en el extremo sur de la isla. El agua estaba tranquila, apenas susurraba sobre los montículos de cantos rodados. A medida que se acercaba la noche, el cielo y el mar se iban fundiendo en un azul intenso. Una gaviota solitaria, de camino a casa, voló sobre sus cabezas, con un largo y desafiante grito.


Este es un lugar especial —le explicó Paula. Posó la mano en la de Pedro y se acercó al borde del agua—. Un lugar mágico. Hasta el aire es diferente en esta zona —cerró los ojos para respirarlo—. Está lleno de energía.


—Es hermoso —se inclinó para tomar una piedra y sentir su textura—. La isla parece estar fundiéndose con el crepúsculo.


—Vengo aquí a menudo, solo para sentir. Tengo la sensación de haber estado aquí antes.


—Acabas de decir que vienes muy a menudo.


Paula sonrió y lo miró con expresión dulce y soñadora.


—Me refiero hace cien años, o quinientos. ¿Tú no crees en la reencarnación, profesor?


—La verdad es que sí. Preparé un ensayo sobre la reencarnación en la facultad y, después de terminar la investigación, descubrí que era una teoría bastante viable. Cuando se aplica a la historia…


Pedro —Paula enmarcó su rostro con las manos—. Estoy loca por ti —curvó los labios en una sonrisa y los fundió con los suyos, que continuaron sonriendo cuando ella se apartó.


—¿Y eso por qué?


—Porque puedo imaginarte enterrado entre un montón de libros y tomando notas, con el pelo cayendo sobre tu frente y el ceño fruncido, como cuando estás concentrándote en algo, obstinado en descubrir la verdad.


Frunciendo el ceño, Pedro se cambió la piedra de mano.


—Es una imagen bastante aburrida.


—No, no lo es —inclinó la cabeza y lo estudió con atención—. Es auténtica y admirable. Incluso valiente.


Pedro soltó una risa seca.


—Encerrarte en una biblioteca no infunde ningún valor. Cuando era niño, era una forma buena de escapar. Nunca tenía asma leyendo un libro. Solía esconderme entre libros —continuó—. Me divertía mucho imaginándome a mí mismo navegando con Magallanes o explorando con Lewis y Clarck, muriendo en el Álamo o marchando a través de un campo en Antietam. Entonces mi padre…


—¿Tu padre qué?


Sintiéndose incómodo, Pedro se encogió de hombros.


—Él esperaba algo diferente de mí. Había sido una estrella del fútbol en la universidad. Durante una temporada estuvo jugando con un equipo semiprofesional. Es la clase de hombre que no ha estado enfermo un solo día de su vida. Le gusta beberse unas cuantas cervezas los sábados por la noche y salir a cazar cuando se abre la veda. Y yo me mareaba en cuanto me ponía una carabina en la mano —tiró la piedra—. Quería hacer de mí un hombre, pero
nunca lo consiguió.


—Lo has hecho tú mismo —le tomó las manos, temblando de enfado por aquel hombre que no había sido capaz de apreciar ni comprender el regalo que le había sido entregado—. Si no está orgulloso de ti, la carencia es suya, no tuya.


—Es una bonita idea —estaba más que avergonzado por haber sacado aquellos viejos y dolorosos sentimientos a la luz—. En cualquier caso, seguí camino. Me sentía mucho más cómodo en clase que cuando estaba en el campo de fútbol. Y tal como lo veo, si no hubiera estado escondido en la biblioteca durante todos estos años, no estaría ahora mismo aquí contigo. Que es exactamente donde quiero estar.


—Esa sí que es una idea bonita.


—Si te digo que eres preciosa, ¿esta vez no me pegarás?


—Esta vez no.


Pedro la estrechó contra él. Quería estar abrazado a ella mientras caía la noche.


—Tengo que ir a Bangor un par de días.


—¿Para qué?


—He localizado a una mujer que trabajó como doncella en Las Torres el año que murió Bianca. Está viviendo en una residencia en Bangor y ya lo he arreglado todo para poder entrevistarla —inclinó el rostro de Paula—. ¿Quieres venir conmigo?


—En cuanto haya reorganizado mi horario.



Cuando los niños se quedaron dormidos, le conté mis planes a la niñera. Sabía que le sorprendía que pudiera hablar de dejar a mi marido. Intentó disuadirme.


¿Cómo podía explicarle que no era el pobre Fred el que había motivado mi decisión? Aquel incidente me había hecho darme cuenta de lo inútil que era mantener un matrimonio asfixiante y desgraciado. ¿Me había convencido a mí misma de que lo hacía por los niños? Su padre no era capaz de verlos como niños que necesitaban ser amados y cuidados. Los consideraba como una especie de rehenes. 


Elias y Sergio tendrían que ser moldeados a su imagen, borraría de ellos cualquier rasgo que considerara una debilidad. Carolina, mi dulce pequeña, sería ignorada hasta que llegara el momento de casarla y, a través de su matrimonio, obtener algún beneficio o cambio de estatus que favoreciera a toda la familia.


Yo no tendría nada que hacer. Felipe, estaba segura, pronto me arrebataría el control de mis hijos. Su orgullo se lo exigía. Cualquier institutriz que él eligiera obedecería sus órdenes e ignoraría las mías. Los niños se verían atrapados en medio de un error que yo misma había cometido.


En cuanto a mí, él se daría cuenta de que había llegado a convertirme en poco más que un adorno en su mesa. Si lo desafiaba, tendría que pagar por ello. No tenía duda de que pretendía castigarme por haber cuestionado su autoridad delante de nuestros hijos. No sabía si sería un castigo físico o emocional, pero estaba segura de que sería severo. Podía disimular mi infidelidad delante de los niños, pero no podría ocultar mi abierta animadversión.


De modo que me llevaría a mis hijos. Buscaría algún lugar en el que pudiéramos desaparecer. 


Pero antes, me iría con Christian.


La luna estaba llena y soplaba la brisa aquella noche. Me puse la capa, ocultando la cabeza en la capucha. El cachorro se acurrucaba en mi pecho. Fui en el carruaje hasta el pueblo y desde allí caminé hasta su casa, sintiendo el olor del mar y las flores a mi alrededor. Mi corazón latía con tanta fuerza que me ensordecía mientras llamaba a su puerta. 


Aquel era el primer paso. Una vez dado, no podría retroceder.


Pero no era el miedo, no era el miedo el que me hacía temblar mientras él me abría la puerta. Era un inmenso alivio. En cuanto lo vi, supe que ya había tomado una opción.


—Bianca —me dijo Christian—. ¿Qué estás haciendo aquí?


—Tengo que hablar contigo.


Christian ya me estaba empujado al interior. Vi entonces que había estado leyendo a la luz de la lámpara. Su cálido resplandor y el olor de sus pinturas me relajaron más que las palabras. Dejé el cachorro en el suelo y este comenzó a explorar todos los rincones de la casa.


Christian me hizo sentarme y, sin duda consciente de mi nerviosismo, me trajo un brandy. Mientras lo bebía, le conté la escena con Felipe. Aunque le pedía que permaneciera en calma, podía ver su rostro, la violencia que en él se reflejaba cuando le conté cómo había cerrado las manos sobre mi cuello.


—¡Dios mío! —sin más, se agachó a mi lado y acarició mi cuello. Yo entonces no sabía que quedaban las marcas de los dedos de Felipe.


Los ojos de Christian se oscurecieron. Se aferró a los brazos de la silla antes de comenzar a levantarse.


—Lo mataré.


Tuve que agarrarlo para impedir que saliera violentamente de la cabaña. Tenía tanto miedo que no estaba segura de lo que dije, aunque sé que le expliqué que Felipe se había ido a Boston y que yo ya no podía soportar más violencia. Al final fueron mis lágrimas las que lo detuvieron. 


Me abrazaba como si fuera una niña, me mecía y me consolaba mientras yo desahogaba toda mi desesperación.


Quizá debería haberme avergonzado de suplicarle que nos llevara lejos a mí y a mis hijos, por depositar en él tamaña responsabilidad. Si él se hubiera negado, sé que me habría ido sola, que habría llevado a mis tres pequeños a cualquier ciudad tranquila de Inglaterra o Irlanda. Pero Christian secó mis lágrimas.


—Por supuesto que nos iremos. No pienso dejar que tus hijos o tú tengáis que pasar una sola noche más bajo el mismo techo que tu marido. No permitiré que vuelva a ponerte una mano encima. Será difícil, Bianca. No podréis disfrutar de la clase de vida a la que estáis acostumbrados. Y el escándalo…


—No me importa el escándalo. Los niños necesitan sentirse seguros y a salvo —me levanté entonces y comencé a caminar—. No puedo estar segura de qué es lo mejor. Me he pasado noche tras noche desvelada en la cama, preguntándome si tenía derecho a amarte, a desearte. Hice unos votos, unas promesas, y tengo tres hijos —me cubrí el rostro con las manos—. Una parte de mí sufre al pensar en romper esas promesas, pero debo hacer algo. Creo que me volveré loca si no lo hago. Dios podrá perdonarme, pero yo no podré soportar toda una vida de infidelidad.


Christian me tomó las manos para apartarlas de mi rostro.


—Nosotros tenemos que estar juntos. Lo sabemos, los dos, desde la primera vez que nos vimos. Yo me he conformado con las pocas horas que pasábamos juntos porque sabía que estabas a salvo. Pero ahora no voy a quedarme quieto, viendo cómo entregas tu vida a un hombre que te maltrata. Desde esta noche eres mía, y serás mía para siempre. Nada ni nadie podrá cambiar eso.


Lo creí. Con su rostro tan cerca del mío, y sus ojos grises tan claros y seguros, lo creí. Y lo necesité.


—Entonces, esta noche, hazme tuya.


Me sentí como una recién casada. En cuanto me tocó, supe que jamás me habían acariciado. Sus ojos estaban fijos en los míos mientras me quitaba las horquillas que sujetaban mi pelo. Sus dedos temblaban. Nada, nada me había conmovido nunca tanto como saber que tenía la capacidad de hacerlo temblar. 


Sus labios rozaban con una infinita delicadeza los míos a pesar de que sentía la tensión vibrando en todo su cuerpo. Bajo la luz de la lámpara, me desabrochó el vestido y se desabrochó la camisa. Y un pájaro comenzó a cantar en el bosque.


Por su manera de mirarme, supe que le gustaba. 


Lentamente, casi tortuosamente, se deshizo de la combinación y el corsé. Entonces acarició mi pelo, deslizando las manos por él.


—Algún día te retrataré así mismo —murmuró.


Me levantó en brazos y pude sentir su corazón latiendo en su pecho mientras me llevaba al dormitorio.


La luz era de plata, el aire como el vino. No hubo ninguna prisa en aquella unión forjada en la oscuridad, sino que fue una danza tan elegante y estimulante como un vals. No importaba lo imposible que pareciera, era como si hubiéramos hecho el amor infinitas veces, como si yo hubiera sentido aquel cuerpo firme y duro contra el mío noche tras noche.


Aquel era un mundo que hasta entonces no había conocido y, sin embargo, me resultaba dolorosa y bellamente familiar. Cada movimiento, cada suspiro, cada deseo era natural como respirar. Incluso cuando la urgencia me dejó casi sin sentido, la belleza no disminuyó. Mientras Christian me amaba, supe que había encontrado algo que cualquier alma anhelaba: el amor.


Dejarlo fue lo más difícil que había hecho en mi vida. Aunque nos dijimos el uno al otro que aquella sería la última vez que nos separarían, prolongamos cuanto fue posible aquella noche de amor. Casi había amanecido cuando regresé a Las Torres. Cuando entré en mi casa, supe que la echaría terriblemente de menos.


Aquel, más que cualquier otro lugar en mi vida, había sido mi hogar. Christian y yo, con los niños, tendríamos un nuevo hogar, pero yo siempre llevaría Las Torres en mi corazón.


Eran pocas las cosas que podía llevarme. En aquel tranquilo amanecer, hice una pequeña maleta. La niñera me ayudaría a organizar todo aquello que los niños podrían necesitar, pero mi maleta quería hacerla sola. Quizá era un símbolo de independencia. Y quizá fue esa la razón por la que pensé en las esmeraldas. Eran la única cosa que Felipe me había regalado y que consideraba mía. Había veces
en las que las había odiado, sabiendo que me habían sido entregadas como premio por haber dado a luz un heredero.


Pero eran mías, de la misma forma que mis hijos eran míos.


Creo que no pensé en su valor económico cuando las tomé, las sostuve en mis manos y observé su intenso resplandor a la luz de la lámpara. Aquellas esmeraldas las heredarían mis hijos, y los hijos de mis hijos, como un símbolo de libertad y esperanza. Y, junto a Christian, de amor.


Cuando amaneció, decidí guardarlas junto a este diario en un lugar seguro hasta que me reuniera con Christian otra vez.




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