miércoles, 7 de agosto de 2019

CAPITULO 34 (QUINTA HISTORIA)




Paula podía oír los latidos de su corazón, como contrapunto al sonido de la lluvia que golpeaba los cristales de las ventanas. Se preguntó si Pedro también lo oía y, si lo oía, si sabría que ella sentía cierto temor. Sus brazos eran fuertes y su boca dulce y firme.


La llevó en brazos por las escaleras como si pesara tan poco como una pluma.


Haría algo mal, alguna tontería, no sería lo que él esperaba, lo que ella esperaba de sí misma. Las dudas se apoderaron de ella cuando entraron en la habitación, bañada de una luz tenue y oliendo a glicinias.


Había un jarrón con las flores de color púrpura, puesto sobre una vieja cómoda de madera. Las ventanas estaban entreabiertas y dejaban paso a una fresca brisa. La cama tenía cabecero de hierro y un edredón de algodón.


Pedro dejó a Paula en el suelo, junto a la cama, y ella se dio cuenta de su debilidad, le temblaban las rodillas. Pero siguió mirándolo a los ojos y esperó a que él hiciera el primer movimiento.


—Estás temblando —dijo Pedro con tranquilidad y le acarició la mejilla.


¿Creía Paula que él no se daba cuenta de sus temores? Lo que ella no podía, y no debía saber, era que sus temores despertaban los suyos propios.


—No sé qué hacer —dijo Paula, y cerró los ojos. 


Ya estaba, se dijo, ya había cometido el primer error. Pero, con decisión, tomó la cabeza de Pedro entre las manos y lo besó.


Pedro se estremeció, invadido por un fuego de deseo. Tensó los músculos como reacción y contuvo el deseo de echarla sobre la cama y hacerle el amor intensa y rápidamente. En vez de eso, siguió acariciándole la cara, los hombros, la espalda, hasta que Paula se calmó.


Pedro.


—¿Sabes qué quiero, Paula?


—Sí… no.


Le echó los brazos al cuello, pero él tomó sus manos y le besó los dedos, uno a uno.


—Quiero que estés tranquila, que disfrutes —dijo y le soltó las manos—. Quiero que te llenes de mí —dijo, y empezó a quitarle las horquillas del pelo, dejándolas en la mesilla—. Quiero oírte decir mi nombre cuando esté dentro de ti.


Le acarició el cabello, sonriendo de satisfacción al sentir su sedosa suavidad.


—Quiero que dejes hacerte todas las cosas con las que he estado soñando desde que te vi. Deja que te enseñe.


La besó en la boca, suavemente. Luego, con pequeños mordisquitos y lamiéndole los labios, logró que los separase. Poco a poco, el beso se fue haciendo más intenso, más profundo, hasta que Paula apoyó las manos en las caderas de Pedro y se dejó llevar por el placer.


Pedro sabía ligeramente a coñac y rozaba la mejilla de Paula con su barba de dos días. Paula se sentía invadida por una sensación de aturdimiento agradable e intensa, y se dejaba llevar.


Pedro llenó su rostro de besos. Trazó la línea de su mandíbula, le lamió el lóbulo de la oreja y siguió por las mejillas y los ojos. Esperando, pacientemente, a dar el siguiente paso.


Por fin, retrocedió, solo unos centímetros; le quitó la camisa a Paula y la dejó en el suelo.


Paula vio un chispazo de deseo en su mirada, luego su mirada ensombrecida.


Pedro le pasó un dedo por el cuello y descendió hasta llegar al pezón.


Paula contuvo la respiración.


—Eres preciosa, Pau, y tan suave —dijo Pedro, y la besó en un hombro, mientras seguía acariciándola, excitándola—. Tan dulce.


Temía que sus manos fueran demasiado grandes, demasiado rudas. Como resultado, sus caricias eran extremadamente suaves. Descendió por los costados y llegó a la cintura, para desabrocharle los pantalones.


Luego, siguió acariciándola, hasta que Paula no pudo respirar sin gemir, sumergida en un océano de placer.


Finalmente, Pedro se desnudó y Paula lo miró con atención, intensamente.


Paula se dijo que había llegado el momento, y se le hizo un nudo en la garganta.


Pedro iba a hacerle el amor, para aliviar aquel maravilloso dolor que habitaba en su interior.


Dulce y anhelante, lo besó en la boca y él la estrechó entre sus brazos. Luego la tendió sobre la cama, tan dulcemente como si la hubiera tendido sobre un lecho de rosas, y empezó a besarla delicadamente, solo con los labios, saboreándola, como si fuera un banquete de los más exquisitos sabores. Luego la acarició, como si fuera descubriendo su cuerpo poco a poco.


Nada podría haberla preparado. Aunque hubiera tenido cien amantes, ninguno podría haberle dado más, ni recibido más. Estaba perdida en un mar de sensaciones, conquistada por la ternura, perdida en la suavidad.


Su corazón latía cada vez más deprisa, pero ella respiraba con calma, profundamente. Sintió que le rozaba el pezón con el pelo, antes de tomarlo con la boca. Gimió de placer y escuchó el suspiro de Pedro, mientras la chupaba.


Y se hundió en aguas cálidas y profundas.


Y entonces, comenzó a formarse la tormenta, lenta y sutilmente. Casi no podía respirar, pero necesitaba aire, porque se estaba ahogando. Su cuerpo estaba tenso y lleno de anhelo, pero la cabeza le daba vueltas.


Pedro —dijo agarrándose a él—. No puedo.


Pero él la besó en la boca, tragándose sus suspiros, saboreándola. Y Paula se relajó. Justo entonces llegó la primera oleada de placer.


Pedro le estaba acariciando el vientre, y ella se apretó contra aquella mano, invadida por la sensación. Se agarró a sus hombros y lo apretó con tal fuerza que le clavó las uñas, y tuvo un orgasmo.


—Paula, Dios —dijo Pedro.


Dar placer a una mujer siempre le había dado placer a él mismo. Pero nunca de aquel modo, nunca hasta aquel punto. Se sentía rey y mendigo al mismo tiempo.


La asombrada respuesta de Paula lo excitó hasta el límite de lo soportable. Era como si de sus nervios saltaran chispas.


Quería darle más, tenía que darle más. No pudiendo resistirlo más, se deslizó en ella, satisfecho de oír su gemido de placer, su rápido estremecimiento.


Era tan pequeña. Pedro tuvo que recordarse, una vez más, que era pequeña y delicada y su piel era suave y tierna. Que era inocente y casi como una virgen. De modo que mientras la sangre latía en su cabeza, en sus pulmones, la tomó dulcemente, con las manos apoyadas en la cama, por miedo a hacerla daño si la tocaba.


Y su cuerpo se contrajo y estalló. Y entonces, pronunció su nombre.


Volvió a besarla y la abrazó.




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