miércoles, 7 de agosto de 2019
CAPITULO 35 (QUINTA HISTORIA)
La lluvia seguía golpeando contra la ventana. Paula volvió a la realidad poco a poco. Estaba tendida en la cama, quieta, con una mano enredada en el pelo de Pedro, que sonreía.
Empezó a tararear una canción.
Pedro se apartó un poco y se apoyó en un codo.
—¿Qué haces?
—Estoy cantando.
Pedro sonrió y la observó.
—Me gustas mucho, nena.
—Tú empiezas a gustarme a mí —dijo Paula acariciándole la barbilla con un dedo. Luego agachó la mirada—. Ha estado bien, ¿verdad?
Pedro sonrió y esperó a que Paula lo mirase para responder.
—No ha estado mal para empezar.
Paula abrió la boca, y volvió a cerrarla con un pequeño gemido.
—Podías ser un poco más… amable.
—Tú podías ser un poco menos tonta —dijo Pedro besándola en la boca—. Hacer el amor no es un concurso. Ni se pone nota.
—Lo que quería decir era que… No importa.
—Lo que querías decir era que… —dijo Pedro, y puso a Paula encima de él—. En una escala de uno a diez…
—Corta, Pedro —dijo Paula, apoyando la mejilla sobre el pecho de Pedro—. Odio que me hagas sentir ridícula.
—Yo, no —dijo Pedro, acariciándole la espalda—. A mí me encanta hacerte sentir ridícula. Me encanta hacerte sentir.
Pedro estuvo a punto de añadir «te quiero», pero Paula no lo habría aceptado. Incluso a él le costaba hacerlo.
—Me has hecho sentir. Me has hecho sentir cosas que nunca había sentido. Tenía tanto miedo.
—No quiero que tengas miedo de mí.
—Tenía miedo de mí misma —dijo Paula—. De nosotros. Miedo de dejar que ocurriera esto, pero me alegro de que haya ocurrido.
Era más fácil de lo que había pensado, sonreír, besarlo, hablar. Por un instante, le dio la impresión de que Pedro se ponía tenso, pero le pareció una tontería y volvió a besarlo.
Pedro estaba sorprendido. ¿Cómo era posible que volviera a desearla, tan rápida, tan desesperadamente? Pero, ¿cómo podía resistirse al encanto de aquellos labios, dulces y tentadores?
—Me parece que va a ocurrir otra vez.
Paula sonrió y lo besó en la boca. Luego, profirió un gemido de deleite cuando Pedro la hizo rodar para ponerse encima de ella. Pedro se dejó llevar, besándola apasionadamente, devorándola, besando su boca, su piel, acariciándole los cabellos, y apartándolos para besarla en el cuello.
Paula se quejó, gimió, se revolvió debajo de él.
Pedro se apartó y se tendió de espaldas.
Confusa, Paula le tocó el brazo, que él apartó.
—No —dijo—. Necesito un momento.
Paula se quedó de piedra.
—Lo siento. ¿He hecho algo mal?
—No —dijo Pedro pasándose la mano por la cara, y se sentó—. No estoy listo. ¿Qué te parece si bajo y preparo algo de comer?
Solo estaba a unos centímetros de Paula, pero parecían kilómetros.
—No, da igual —dijo con calma—. La verdad es que tengo que irme. Tengo que ir por Kevin.
—Kevin está bien.
—Aun así —dijo Paula mesándose el cabello y, de repente, tuvo ganas de taparse, de ocultar su desnudez.
—No me cierres la puerta —dijo Pedro, conteniendo una peligrosa pasión.
—No he cerrado ninguna puerta. Yo creía que querías que me quedase. Pero como no quieres…
—Claro que quiero. Maldita sea, Paula —exclamó Pedro, y no se sorprendió cuando Paula se sobresaltó—. Necesito un maldito minuto. Podría comerte viva, te deseo demasiado.
Paula se tapó los senos con un brazo.
—No te entiendo.
—Claro que no me entiendes —dijo Pedro, y trató de calmarse—. Estaremos bien, Paula, si esperas a que me tranquilice.
—¿De qué estás hablando?
Presa de la frustración, Pedro tomó la mano de Paula y la puso contra la suya, palma con palma.
—Tengo las manos muy grandes, Paula. Heredadas de mi padre. Sé cómo utilizarlas, pero también sé cómo hacer daño con ellas.
Le brillaban los ojos, como el filo de una espada.
Debería haber atemorizado a Paula, pero la excitaba.
—Tienes miedo —dijo—. Miedo de hacerme daño.
—No te haré daño —dijo Pedro, y apoyó la mano sobre la cama, apretando el puño.
—No, no me harás daño —dijo Paula, acariciándole la barbilla.
Pedro apretaba la mandíbula.
—Me deseas —dijo y lo besó en la boca—. Quieres tocarme y quieres que yo te toque.
Tomo su mano y la puso sobre uno de sus senos, luego le acarició el pecho y sintió el temblor de sus músculos.
—Hazme el amor, Pedro —dijo con los ojos entrecerrados, le puso las manos en el cuello y se apretó contra él—. Muéstrame lo mucho que me deseas.
Pedro la besó, concentrándose en el sabor de su boca. Sería bastante, se dijo, para satisfacerla.
Pero Paula aprendía deprisa. Cuando Pedro quería ser tierno, ella era intensa, cuando quería ser suave, ella se dejaba llevar por el deseo.
Finalmente, Pedro la levantó y quedaron frente a frente, de rodillas, cuerpo a cuerpo, y la besó apasionadamente.
Paula respondía ávidamente a cada una de sus demandas, a cada desesperado gemido. Pedro la acariciaba por todo el cuerpo, posesivamente, tomando más solo cuando ella pedía más. Se habían acabado las aguas tranquilas y se dejaban llevar por un torrente de deseo.
Pedro no podía detenerse, pero, además, se había olvidado de cualquier tipo de control. Paula era suya y él quería tenerlo todo de ella.
Con algo parecido a un quejido, le recorrió el cuerpo con los labios.
Paula se arqueó y Pedro se agachó y la besó en el vientre y le lamió el sexo.
Paula no pudo reprimir los gemidos de placer, que profirió pronunciando el nombre de Pedro.
Pedro la penetró, impulsivamente, gimiendo, con los ojos cerrados. Tomó las manos de Paula y prosiguieron amándose con las manos entrelazadas.
Paula recordaría el ritmo, y la libertad salvaje de su encuentro. Y recordaría la maravillosa sensación de compartir un orgasmo al mismo tiempo.
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