miércoles, 14 de agosto de 2019

CAPITULO 56 (QUINTA HISTORIA)




Más tarde, cuando había oscurecido y la luna flotaba sobre el agua, Paula observaba los fuegos artificiales. El cielo se llenaba de color. Cascadas de chispas llovían del cielo y caían al agua en una celebración del día de la independencia, y de un nuevo principio en la vida de Paula.


El despliegue era asombroso y los niños miraban boquiabiertos. Las explosiones retumbaron en el aire hasta el final. La noche se llenó del brillo de aquellas estrellas artificiales, que explotaban en cascadas de oro, torres azules o espirales rojas. Hasta los fuegos finales, que acabaron con una traca.


Mucho después de haber terminado, con los niños en la cama y cuando apenas quedaba nadie, Paula estaba en su habitación, en bata, cepillándose el pelo. Sentía la excitación de la anticipación.


Cuando terminó de cepillarse, se dirigió a la habitación de Pedro.


Pedro estaba sentado en la terraza. No había costado mucho persuadirlo para que se quedara otra noche. Estaba cansado y dolorido, y el baño caliente no lo había aliviado tanto como esperaba, pero aun así estaba feliz, porque estaba esperando a Paula.


Y Paula apareció en la habitación.


Llevaba una bata de seda azul oscura, que caía sobre su cuerpo dejando ver las formas de su cuerpo. Su cabello despedía brillos dorados y sus ojos eran oscuros y misteriosos como zafiros.


—He pensado que te vendría bien un masaje —dijo sonriendo—, y yo tengo mucha experiencia en relajar músculos tensos. Al menos, con los caballos.


Pedro casi tenía miedo de respirar.


—¿De dónde has sacado la bata?


—Me la ha prestado Lila, he pensado que te gustaría más que la mía —dijo Paula, y al no obtener respuesta, se le hizo un nudo en la garganta—. Si prefieres que me vaya, lo entiendo. No esperaba que estuvieras bien para… No tenemos que hacer el amor, Pedro. Solo quiero estar contigo.


—No quiero que te vayas.


Paula volvió a sonreír.


—¿Por qué no te pones boca abajo? Empezaré por la espalda. De verdad que se me da bien —dijo Paula riéndose—. Los caballos se volvían locos conmigo.


Pedro se acercó a la cama y le acarició el pelo.


—¿Y les hacías masajes en bata de seda?


—Siempre —dijo Paula—. Échate.


Se puso linimento y se frotó las manos para calentar las palmas. Cuidadosamente, para no molestarlo con el movimiento del colchón, se arrodilló sobre él.


—Si te hago daño, dímelo.


Empezó por los hombros, evitando cuidadosamente los moretones. Tenía un cuerpo de guerrero, pensó. Duro y compacto, y con las cicatrices de la batalla.


Pedro cerró los ojos y se relajó, abandonándose al placer del masaje. Notaba el roce de la seda sobre su piel y, por debajo del olor a linimento, estaba el olor sutil del perfume de Paula, otro bálsamo para sus sentidos.


Los dolores empezaron a desaparecer y se fueron transformando en una sensación más intensa y primaria.


—¿Mejor? —dijo Paula al terminar.


—No. Me estás matando. No te pares.


Paula se rio suavemente y le quitó la toalla, para masajearle los riñones.



—Estoy aquí para que te sientas mejor, Pedro. Tienes que relajarte para que yo pueda hacerlo bien.


—Lo haces de maravilla —dijo Pedro con un gemido.


Paula lo acariciaba, lo apretaba, lo pellizcaba, y luego lo besaba.


—Tienes un cuerpo precioso —dijo Paula, que respiraba pesadamente, a medida que acariciaba y exploraba el cuerpo de Pedro—. Me encanta mirarlo, y tocarlo —dijo, y ascendió por la espalda, besándola, hasta llegar a morderle en el lóbulo de la oreja —. Date la vuelta —susurró.


Pedro se dio la vuelta y Paula lo besó, pero cuando Pedro quiso acariciarle los senos, se apartó.


—Espera —dijo Paula, y sin dejar de mirarlo, le puso las manos sobre el pecho —. Te han hecho marcas.


—Yo les hice más.


Pedro, el guerrero. Estate quieto —susurró Paula, y se inclinó hacia delante para besar los moretones y arañazos de su rostro—. Yo te quitaré el dolor.


Pedro le palpitaba el corazón. Paula sentía los latidos en la palma de su mano.


A la luz de la lámpara, los ojos de Pedro eran oscuros como el humo.


Continuó masajeándole los hombros, los brazos, las manos; besándole las manos, lamiéndolas.


El aire era denso y dulce, y Pedro respiraba cada vez con mayor dificultad. Nunca se había sentido tan indefenso con ninguna otra mujer.


—Paula, necesito tocarte.


Mirándolo, se desabrochó el cinturón de la bata, y esta cayó sobre la cama.


Llevaba un body de seda, también azul. Pedro le bajó las hombreras.


Paula cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, mientras Pedro le acariciaba los senos sobre la seda, y luego debajo de la seda. 


Después, Paula se levantó un poco para que Pedro la penetrara, lentamente, con delicia. 


Los dos gimieron.


Se estremeció cuando Pedro se incorporó para agarrar sus caderas. Tenían calor y sudaban. 


Paula lo besó apasionadamente, como si quisiera devorarlo.


—Tócame —dijo tomando sus manos y poniéndolas sobre sus senos—, tócame.


Cabalgó sobre él como sobre un trueno. Pedro pronunciaba su nombre, atropelladamente, y, frenéticamente, los dos alcanzaron el orgasmo, que fue como un estallido de fuegos artificiales.


Paula lo abrazó con fuerza y se pegó a él. 


Luego, débil como el agua, se dejó caer, y apoyó la cabeza sobre su pecho.


—¿Te he hecho daño?


Pedro no podía encontrar las fuerzas para abrazarla y permaneció quieto, tendido sobre la cama.


—No lo sé, solo estaba pendiente de ti.



Pedro —dijo Paula, y lo besó en el corazón—. Ayer me olvidé de decirte algo.


—Mmm, ¿el qué?


—Que yo también te quiero —dijo Paula, y vio la emoción en la mirada de Pedro.


—Me alegro —dijo Pedro abrazándola, por fin—. No sé si es bastante, pero…


Pedro la silenció con un beso.



No hay comentarios:

Publicar un comentario