Los fuegos artificiales no habían estado mal, pero cuando las Calhoun se reunieron para preparar la boda de Coco, podía esperarse cualquier cosa, desde luego espectacular.
Todo era posible, desde un baile de máscaras a una boda en el mar, aunque el voto final fue para una celebración nocturna, bajo las estrellas. Cursaron las invitaciones, porque la boda sería al cabo de una semana.
Paula empleaba su tiempo libre ayudando en lo que podía.
—No sé por qué tanto jaleo —dijo tía Carolina. Paula estaba contando las servilletas—. Cuando una mujer de su edad se deja atrapar, más le vale tener el sentido común de hacerlo discretamente.
Paula perdió la cuenta, y tuvo que empezar de nuevo.
—¿No le gustan las fiestas, tía Carolina?
—Cuando hay razón para ellas. Ponerse bajo la tutela de un hombre nunca me ha parecido motivo de celebración.
—Coco no está haciendo eso, El Holandés la adora.
—Mmm, el tiempo dirá. Cuando un hombre te pone un anillo, se olvida de ser afectuoso y de tener atenciones —dijo tía Carolina, observando a Paula—. ¿No es por eso por lo que le estás dando largas a ese marinero? ¿Porque tienes miedo de lo que pase después?
—Claro que no —dijo Paula, que había vuelto a perder la cuenta—. Además, estamos hablando de Coco y El Holandés, no de mí. Coco merece ser feliz.
—No todo el mundo obtiene lo que merece —replicó Carolina—. Tú lo sabes bien, ¿o no?
Paula se exasperó.
—No sé por qué intenta estropearlo. Coco es feliz, yo soy feliz y hago cuanto puedo para que Pedro lo sea.
—No te veo comprando un vestido de novia.
—El matrimonio no es la respuesta para todo el mundo. Para usted no lo ha sido.
—No, yo soy demasiado lista para caer en esa trampa. Los hombres llegan y pasan. Tal vez el adecuado se va con los demás, pero sobrevivimos, ¿no? Porque en el fondo, sabemos cómo son —dijo Carolina, y miró a Paula a los ojos—. Nosotras hemos conocido lo peor de ellos. Su egoísmo, su crueldad, su falta de honor y de ética. De vez en cuando aparece uno que parece distinto a los demás, pero nosotras somos demasiado sabias, demasiado cuidadosas para dar el paso. Si vivimos solas, al menos sabremos que ningún hombre tiene el poder de hacernos daño.
—Yo no estoy sola —dijo Paula, débilmente.
—No, tú tienes un hijo. Un día crecerá y, si has hecho un buen trabajo, volará del nido para hacer el suyo propio.
Carolina sacudió la cabeza y, por un instante, pareció tan inconsolablemente triste, que Paula apoyó una mano en su brazo. Pero la mujer permaneció rígida, con la cabeza erguida.
—Tendrás la satisfacción de que has escapado a la trampa del matrimonio, como yo he hecho. ¿Crees que nadie ha querido casarse conmigo? Hubo uno —prosiguió Carolina— que casi me convenció antes de que recordara el infierno por el que había pasado mi madre —dijo Carolina, frunciendo los labios—. Trató de acabar con ella de todas las formas posibles, con reglas, con dinero, con egoísmo. Al final, acabó por matarla y, lentamente, muy lentamente, se volvió loco. Creo que fue por la pérdida de algo que nunca fue capaz de poseer del todo. Por eso tiró todo lo que le pertenecía y se encerró en su purgatorio privado.
—Lo siento —dijo Paula—. Lo siento mucho.
—¿Por mí? Yo soy vieja y hace tiempo que pasó el tiempo de los lamentos. He aprendido mucho de mi experiencia, igual que tú has aprendido de la tuya. A no confiar, a no arriesgarse. Deja que Coco tenga su anillo, nosotras tenemos libertad.
Carolina se alejó, caminando muy erguida, dejando a Paula sumida en sus pensamientos.
Se equivocaba, se dijo, y empezó a contar servilletas otra vez. Ella no estaba cerrada al amor, tan solo hacía unos días que le había declarado sus sentimientos a un hombre y no quería dejar que su experiencia con Bruno ensombreciera lo que compartía con Pedro.
Pero, en realidad, sí que la influía. Se apoyó en el quicio de la puerta, vacilante.
La influía, y no estaba segura de poder hacer nada para impedirlo. El amor no bastaba sin compromiso, lo sabía bien. Ella había amado a Bruno de un modo pleno, vital. Y por eso tenía dudas. Incluso sabiendo que lo que sentía por Pedro era más intenso y más verdadero, no podía desembarazarse de aquellas dudas.
Tendría que pensarlo con calma en cuanto tuviera tiempo. Y cuando lo hiciera, se dijo, encontraría la respuesta, lo único que tenía que hacer era procesar los datos.
Volvió a perder la cuenta de las servilletas. ¿Qué clase de mujer era? Estaba tratando de convertir las emociones en ecuaciones, como si fueran una suerte de código que tenía que descifrar antes de conocer su propio corazón.
Pero tenía que dejar de pensar así. Si ni siquiera podía pensar en su corazón como…
Perdió el hilo de sus pensamientos, porque otra idea le cruzó por la mente.
Oh, Dios, un código. Dejando los preparativos de la boda, se dirigió corriendo a su habitación.
El libro de Felipe estaba donde lo había dejado, sobre la mesilla. Lo abrió y pasó las páginas frenéticamente.
Se dio cuenta de que los números de las últimas páginas no podían ser números de cuenta o de lotes de mercancías. No podía ser algo tan lógico. Estaban anotados en las últimas páginas, después de muchas de ellas en blanco, después de la última anotación en blanco.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se trataba de un mensaje, pensó Paula, algo que se había sentido impulsado a escribir, pero que no había querido que otros ojos pudieran leer.
Una confesión, quizá, o una súplica de comprensión.
Se sentó y suspiró profundamente. Después de todo, eran números y no había nada que ella no pudiera hacer cuando se trataba de números.
Pasó una hora, luego dos. Mientras trabajaba, la mesa se fue llenando de papeles arrugados.
Cada vez que se detenía se preguntaba si se habría vuelto loca.
Pero no podía abandonar aquella idea y seguía encadenada a la mesa. Oyó el sonido de la sirena de un barco, la tarde avanzaba hacia la noche.
A medida que sus esfuerzos fracasaban, solo aumentaba su determinación.
Encontraría la clave. Por mucho tiempo que llevara, la encontraría.
De repente se detuvo, y observó todo de nuevo.
Como si las piezas empezaran a encajar.
Lentamente, empezó a transcribir los números en letras y dejó que el criptograma tomara forma.
La primera palabra en formarse fue «Bianca».
—Oh, Dios —dijo tapándose la boca—. Funciona.
Prosiguió paso a paso, letra por letra, palabra por palabra.
Estaba emocionada por el descubrimiento, pero no podía dejarse llevar por la emoción, porque eso solo serviría para cometer errores, de modo que se echó hacia atrás y se tranquilizó. Cuando su mente estuvo clara de nuevo, abrió el libro y leyó:
Bianca me obsesiona. No encuentro paz. Todo lo que era suyo debe desaparecer, tengo que venderlo, destruirlo. ¿Existen los fantasmas? Tonterías, mentiras. Pero siento que me mira, veo sus ojos, verdes como esmeraldas. Le dejaré un recuerdo para satisfacerla y será el final de todo. Hoy dormiré.
Sin aliento, Paula siguió leyendo. Las anotaciones eran muy precisas, muy sencillas. Para ser un hombre que se había vuelto loco con sus acciones, Felipe Calhoun era un hombre que no había perdido la inteligencia.
Se guardó el papel en el bolsillo y salió corriendo. Ni siquiera pensó en hablar con las Calhoun. Aquello era algo que tenía que terminar ella sola. Encontró lo que necesitaba en la zona de la casa que estaban reformando: un cincel, una barra de hierro y cinta métrica, y subió a la habitación de Bianca, en la torre.
Había estado allí antes y sabía que Bianca soñó con Christian allí, lloró por él y murió allí.
Las Calhoun la habían vuelto a convertir en un lugar encantador, con decoración de color melocotón y muebles delicados, con cerámica y porcelana.
A Bianca le habría gustado.
Paula cerró la pesada puerta de la estancia.
Usando la cinta métrica, siguió los datos de Felipe. Tres metros desde la puerta, cuatro desde la pared norte.
Sin pensar en los destrozos que estaba a punto de ocasionar. Paula apartó la alfombra y metió el cincel entre las tablas.
Era un trabajo duro. La madera era vieja, pero gruesa y fuerte.
Alguien la había limpiado y encerado. Metía el cincel y tiraba, deteniéndose solo para estirar los músculos. La luz del día se iba yendo, encendió la lámpara.
La primera tabla cedió con un crujido de protesta. Paula sudaba y se maldijo por no haber llevado una linterna, pero, sin pensar en las arañas que pudiera haber, metió la mano en el hueco.
Pensó que tocaba algo, pero por mucho que estirara el brazo, no podía agarrarlo.
Resignada, se puso a trabajar en la siguiente tabla.
Logró quitarla al cabo de un rato, se tendió boca abajo y volvió a meter la mano en el hueco.
Tocó algo de metal. Era una caja, le costó agarrarla porque tenía las manos sudorosas, pero finalmente logró sacarla.
Era cuadrada, de treinta centímetros de lado y pesaba muy poco. Le quitó el polvo con la manga y trató de abrirla, pero al poco desistió.
No era ella quien debía hacerlo.
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