miércoles, 12 de junio de 2019
CAPITULO 36 (SEGUNDA HISTORIA)
Mientras lo esperaba, Paula se recriminaba por su nerviosismo: casi parecía una novia en su noche de bodas. Se había puesto un ligero vestido azul, transparente, un capricho que se había permitido unos meses atrás.
Guardaba varias velas en la mesilla para una emergencia, y cuando las encendió el ambiente adquirió un tinte íntimo, romántico. Susana había decorado la habitación con flores, como tenía por costumbre. En esa ocasión eran unas
delicadas lilas, que despedían un fragante aroma. Y había abierto las puertas de la terraza, de forma que pudiera oírse el rumor del mar contra las rocas.
Finalmente llegó Pedro. Ella lo esperaba de pie en el umbral, con la negra noche a su espalda.
Al verla, se olvidó de todo. Solo podía mirarla fijamente, con el corazón en la garganta. Tenerla allí, esperándolo, tan deseable a la luz de las velas, ver aquella sonrisa de bienvenida… eso era todo lo que podía desear en el mundo.
Quería mostrarse tierno con ella, tanto como lo había sido la noche anterior.
Pero cuando se le acercó, el lento fuego que lo abrasaba por dentro terminó por consumirlo.
—Creía ya que no vendrías nunca —le dijo Paula antes de besarlo en los labios.
Pedro se preguntó cómo podría sobrevivir la ternura ante semejante ardor. O la paciencia ante tanta urgencia. Sentía y a su cuerpo vibrando de deseo bajo sus dedos, amoldándose a la perfección al suyo. La finísima tela de su vestido parecía tentar su pecho desnudo, provocándolo a que lo rasgara e hiciera a un lado. Su delicioso aroma había impregnado su cerebro, embriagándolo con oscuros secretos, seduciéndolo con febriles promesas…
En aquel preciso instante se sintió tan lleno de ella, que no pudo encontrarse a sí mismo. Sin aliento, desorientado, alzó la cabeza. Sabía que su deseo era enorme, y que podía hacerle daño si no conservaba el control.
—Espera —necesitaba recuperar el resuello y la cordura, pero vio que ella negaba con la cabeza.
—No —enterrando los dedos en su pelo, lo atrajo hacia sí.
Paula no supo cuándo aquella terrible necesidad se apoderó de ella; solo que lo arrastró a la cama y, agresiva y desperada, comenzó a acariciarlo. Esa vez no hubo debilidad alguna por su parte. Ni sumisión. Quería poder, el poder de saber que podía hacerle perder todo control, y convertirlo en un ser tan vulnerable como él la convertía a ella.
Eran una maraña de brazos y piernas rodando sobre la cama. Cada vez que Pedro intentaba refrenarla, ella se le adelantaba, ansiosa, con una carcajada de júbilo resonando en sus venas.
Le desabrochó a toda prisa los vaqueros, deslizándoselos por los muslos. Los músculos de su estómago se tensaron bajo el contacto de aquellos dedos. Pedro maldijo entre dientes, sujetándola de las muñecas antes de que fuera demasiado tarde.
Respirando aceleradamente, la miró, sin soltarle las manos. Sus ojos tenían el color del cobalto, brillantes en medio de la penumbra. Podía escuchar, por encima del rumor de sus respectivos jadeos, el tictac del reloj de la mesilla.
Entonces sonrió. Fue una lenta sonrisa, que indicaba que lo había comprendido. Ardiendo de deseo, la besó en los labios. Y ella respondió, demanda por demanda, placer por placer. El control estalló en mil pedazos. Pedro casi pudo oír el chasquido de una cadena rota mientras se saciaba con ella.
Desesperado por sentirla, le rasgó la camiseta.
Su gemido de sorpresa no sirvió más que para excitarlo aún más.
Atrapada en aquel remolino de sensaciones, Paula se dejó llevar, se rindió a la furia. Nada de pensamientos. Ni de preguntas. Con los ojos clavados en los suyos, Pedro se hundía una y otra vez en ella, dejando que el estupor del placer los anegara a ambos.
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